Querido Ulises, me he enamorado de Ítaca.
Existe una sensación que surge del mecer de las olas cuando pasas horas acunado por ellas. Esa en la que al salir del agua aún sientes el oleaje. La cadencia, el goteo, el vaivén. El tono, el ritmo, la humedad. Eso es un beso de Ítaca, y yo, que no soy más que una Penélope moderna y modernista, no he podido hacer otra cosa que perderme.
Ítaca es el mar de sus ojos. Por la mañana, recién levantados y confusos, son grises como los días nublados. Como la niebla del invierno que robó. Por la tarde se vuelven verdes como el lecho marino del que forman metonimia; y por último, titilan azules de noche, con la oscuridad de las farolas perdidas en callejones recónditos sospechosamente transitados.
Ítaca es el mar. Es el agua, el arjé que argumentaba un tal Tales de Mileto. Ítaca es la lluvia, esa que abandona el mar para condensarse en las nubes de su imaginario, para después llover, y lloverse y lloverme y recordarme que es mi isla, que es el descanso del éxodo constante de esta Penélope desubicada que siempre se debatió entre irse y quedarse. Entre reír o llorar. Entre besarla o comerla a besos.
Entre dejarla ahí, expectante para que no desaparezca en medio del mar Jónico, o fundirme con sus costas, enterrar mis piernas en su cintura, convertirla en sancta sanctorum, patria y presidio, como decía Ángel González...
y no dejar que vuelva a casa ninguna otra noche si no me lleva con ella.
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