sábado, 29 de octubre de 2011

Hielo.

Apareció al cambio de mirada. Entre el rey y la reina. Tardé unas décimas de segundo en ubicarme, pero al cabo de un momento fue indudable que estaba ahí. Innegable. Con el gesto ensimismado, escondiendo su grandeza, ocultando su hermosura.
Habló una lengua extraña con el rey, su padre le dijo algo que jamás comprenderé, que no sé si volveré a escuchar.
Y cuando volvió a mi mente su cuento, su arpa, sus anillos de calaveras, sus ojos azules... y volví a perderlo en el laberinto con olor a té y especias mientras caía en la cuenta de que después de este reencuentro, de observar en su rostro que tal vez le sonaba mi cara, podía ser la última vez que lo viera...

Lo volví a ver en otro golpe de esquina, en otro jirón de tiempo, en otra parte del laberinto, y después lo perdí... quién sabe si para siempre.



Lo que más me entristece es que no llegué a ver de cerca sus ojos azules. Los primeros en los que naufragué...


Primera parte aquí.

domingo, 9 de octubre de 2011

Sólo dejé Pulp Fiction.

Busqué una forma de arañarla. De acabar con toda aquella hipocresía mimética...

Escupí su vanidad y banalicé todos sus cuentos. Pisoteé todas sus frases y me reí de su estoicismo de burdel disfrazado de convento. Y allí donde los cigarrillos cantaban y las vírgenes lloraban, pateé, pateé con todas mis fuerzas la belleza que escondía su cara.

Desfiguré con artimañas la vieja curva de su rostro y aplasté con ganas a aquel caracol trastornado que tuvo la suerte de cruzarse en mi camino. Quemé todos sus libros excepto uno, plagado de erratas. Y de su lista de películas, sólo dejé Pulp Fiction, para que pudiese darle un ataque al corazón al menos tres veces al día.

Insulté a su vecina y di una patada a su gato.

Y cuando creía haberle hecho bastante daño, cuando el cloroformo y la glicerina me parecieron innecesarios, rompí el espejo para que no pudiera verse,

verme...


vernos.





Lo peor de todo fue que no me sentí mal al hacerlo. Esperaba al menos una punzada o dos.