lunes, 29 de abril de 2013

Nieve en abril.

He muerto
y he vuelto
tantas veces
que renacer se hace más fácil que
despertar
sin ti.

He muerto
y me he rehecho
de tantas formas
que ni Heráclito
y su río de constante cambio
pensaron
en mí.

He muerto
y me he deshecho
en tantas gotas
que las lluvias
ya solo saben
a ti.

 He muerto
y he llorado
tantas primaveras
que la nieve
ahora
ya no moja,
solo hiere.

Porque he muerto
y te he añorado
tantas noches
en aquella otra noche,
que creía que el calor
te traería
y que ni siquiera
la brisa de verano
podría llevarte.



La brisa no,
pero igual
tu risa
sí la roba esta nieve de abril.

domingo, 21 de abril de 2013

Colores en el viento.

Camina por el asfalto humeante de alguna carretera lejana. Y se detiene. Y espera. Del verbo esperar, que tiene un importante matiz temporal en una realidad en la que el tiempo no existe. Y levanta la cabeza, y mira al cielo con los ojos cerrados, y eso basta, porque hay luces que nos bañan hasta con los ojos cerrados.
Hay colores que calan el alma sin verlos, porque están el aire, están en el viento.

Y se descalza y sus uñas de colores se lucen, presumidas, sobre el gris del asfalto que quema, pero nunca demasiado. Y bailotea, de esa forma tan suya y tan absurda. Con la cabeza hacia atrás y el pelo extendido, a punto de suicidarse contra el suelo. Y piensa en lejos. En el verde de los jardines, en otros sitios. En la única lluvia que calma la sed y que tiene nombre de mujer. En instantes que no han vivido. Piensa en las estrellas de verano, y en cómo quedarán en los ojos de la lluvia. Y lo anota mentalmente para escribírselo en la boca la próxima vez que la vea.
Piensa en ser abstracta. En vivir, en la pretensión de la existencia. En esos 'born to be wild' que todo el mundo grita cuando tienen que callar, y callan cuando deberían gritar, aunque fuese en silencio. Y piensa en lo absurdo de la moral heterónoma, y en la coherencia de la práxis como medio de conocimiento empírico. Y en el número de besos que nos ha robado un reloj, y en todo aquello en lo que se podrían invertir los segundos si no pasaran tan rápido.

Abre los ojos y sigue andando. En círculos, como siempre que se anda sin esperar nada del tiempo. Porque el tiempo no existe. Porque en su suposición lineal, se supone que la historia es una sucesión de acontecimientos que se suceden en el tiempo. Pero los acontecimientos no existen, y es una buena falacia decir que, entonces, el tiempo tampoco. Y los acontecimientos no existen porque nadie ha postulado la libertad. Hay personas que no pueden ver los colores en el viento, y esas personas, por desgracia, mandan.

Y ahí está ella, con ganas de salir corriendo, de huir -que consiste siempre en abrazar la lluvia de marzo- y saltar por ese precipicio que, al igual que esa carretera humeante, solo existe en su cabeza. Y atravesar los límites que otros imponen sin tener ni idea de que, si están en su cabeza, no pueden controlarlos. Y saltar.



 Y ser aire. Una nota más de esos colores en el viento. Y componer arcoiris con la lluvia. Y ser libre. Y estar viva.

sábado, 13 de abril de 2013

Ítaca.

Querido Ulises, me he enamorado de Ítaca.

Existe una sensación que surge del mecer de las olas cuando pasas horas acunado por ellas. Esa en la que al salir del agua aún sientes el oleaje. La cadencia, el goteo, el vaivén. El tono, el ritmo, la humedad. Eso es un beso de Ítaca, y yo, que no soy más que una Penélope moderna y modernista, no he podido hacer otra cosa que perderme.

Ítaca es el mar de sus ojos.  Por la mañana, recién levantados y confusos, son grises como los días nublados. Como la niebla del invierno que robó. Por la tarde se vuelven verdes como el lecho marino del que forman metonimia; y por último, titilan azules de noche, con la oscuridad de las farolas perdidas en callejones recónditos sospechosamente transitados.

Ítaca es el mar. Es el agua, el arjé que argumentaba un tal Tales de Mileto. Ítaca es la lluvia, esa que abandona el mar para condensarse en las nubes de su imaginario, para después llover, y lloverse y lloverme y recordarme que es mi isla, que es el descanso del éxodo constante de esta Penélope desubicada que siempre se debatió entre irse y quedarse. Entre reír o llorar. Entre besarla o comerla a besos.

Entre dejarla ahí, expectante para que no desaparezca en medio del mar Jónico, o fundirme con sus costas, enterrar mis piernas en su cintura, convertirla en sancta sanctorum, patria y presidio, como decía Ángel González...



y no dejar que vuelva a casa ninguna otra noche si no me lleva con ella.