lunes, 23 de julio de 2018

Paraíso inhabitado

«Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior.»
Frida Kahlo (1907- 1954)


Cómo puedo querer yo a este cuerpo ahora que sabe que tú ya no lo quieres. Que, cuando lo miras, no se acelera ya tu pulso, no hace agolparse la sangre en tus mejillas, no baña a tus ojos de luz.

Dime cómo le digo yo a este cuerpo mío -mi casa- que no vas a volver. Que no vas a volver a habitarnos. Saliste por la puerta de humo, con las manos vacías, sin llevarte nada. Podrás conseguirlo de nuevo lejos de aquí.

Cómo le explico a este cuerpo cansado, triste, pesado, que se acabó la risa. Tu voz ya no hará temblar nuestras paredes, ni se acelerarán con tu pulso las constantes vitales de este paraíso inhabitado. De este paraíso inacabado y a medio hacer. Pasado como la fruta madura. Impoluto como una habitación sin abrir.

Te has ido sin hacer ruido, sin tocar nada. Te has ido con un signo de interrogación enorme que se dibuja en tu clavícula cada vez que encoges los hombros. ¿Vas a volver? ¿Por qué no cerraste la puerta al salir? ¿Te llevaste llave? ¿Apagaste las luces? ¿Por qué te fuiste?, ¿no estabas bien aquí?

Solo te fuiste. Sin más. Jamás pensé que te irías en silencio. Pensé que, cuando salieras, haríamos una gran fiesta. Nos dirías adiós a todas, te despedirías con amor hasta de mi yo más triste. Darías un beso a tu favorita, susurrarías algo en la oreja de aquella que se esconde en la extremidad inferior izquierda y remolonea bajo las sábanas los sábados por la mañana de hace siglos. Apretarías muy fuerte mi mano antes de soltar los dedos anclados para siempre en tus rizos. Reiríamos. Hablaríamos de cuando fuimos los dos únicos seres de una especie que inventamos entre las dos. Y nadie querría llorar.

Pero resulta que te has ido y no tengo forma de explicarle a este cuerpo, mi casa, que nosotras no podemos seguirte allá donde te has ido. No puedo explicarle que ya no hay luz, que se fundieron las bombillas. No puedo decirle, ni siquiera, dónde están las cosas que eran nuestras, que eran mías, en este revuelo de ropa de cama vacía que anda tirado por el suelo. No sé saber ni dónde estoy yo. Ya no se ver.





Es muy difícil, aunque no lo creas. Solo dime, venga, ayúdame una última vez: ¿cómo le explico a este cuerpo apagado que debe hablar bajito para que el suelo no retumbe? El silencio es ahora el único huésped de la casa. 

viernes, 20 de julio de 2018

A Pair of Blue Eyes

Ojalá tuviese yo sus ojos azules. Su pelo rubio. Su piel clara.

Tal vez, si tuviese yo también los ojos azules, el pelo rubio y la piel clara, tendría también el trabajo más bonito de la oficina. Se apilarían los libros en mi mesa. De tantos colores, en tantos idiomas... También llenaría yo mi mesa de dibujos, de fotos a color, de ilustraciones. Incluso, si tuviera también el pelo rubio, los ojos azules y la piel clara, podría ver mi reflejo en la ventana cuando me aburriese de teclear en mi máquina. Jugaría con mi pelo suave, suspiraría de aburrimiento, pensaría en llegar a casa.

Me quejaría de la montaña de trabajo que se acumula ante mis ojos, de la pila de libros que coge polvo junto a la ventana. Aunque tuviese el mejor trabajo de toda la planta. Me quejaría de los niños que hacen ruido y volvería a teclear con indiferencia. A revisar los manuscritos con desidia, a garabatear las pruebas de imprenta y a pensar en voz alta cómo traducir una frase muy sencilla. Pediría opinión a mis compañeras de oficina. Nos reiríamos. Todas me adorarían.

Quizás, si tuviera yo también los ojos azules, del color del mar donde iría de veraneo, a una costa extraña y de cuento que mi marido y yo aún no conociésemos, quizás, desde mi mesa en la oficina, apartaría mi trabajo -el más bonito de toda la planta-, descolgaría el teléfono y te llamaría. O llamarías tú, como le llama él a ella cuando está a punto de acabar su trabajo bonito y salir a que el sol de julio le aclare un poco más el pelo.

Entonces... no me distraigas, tú llamarías, resonaría tu voz cariñosa al otro lado del aparato. Te respondería mi voz cantarina. Me preguntarías cuánto me queda y dirías que, aunque me has visto esta mañana, ya estás deseando verme. Te diría que recojo este desastre de papeles que se ha hecho con mi mesa y salgo. Y mientras recojo mi millón de galeradas pendientes de revisar, podría comentar con mis compañeras nuestros planes para el resto de la tarde. Para el resto del verano. Para el resto de nuestras vidas tan radiantes como mi pelo.



Quizás, si tuviera el pelo rubio, los ojos azules, la piel clara... y no este pelo oscuro -impostado de varios tonos más claros-, estos ojos tristes y apagados, esta piel llena de sol. Quizás, solo quizás, además de todo eso, tú llamarías mientras estoy en mi mesa, que no da a la ventana, que no tiene dibujos, en la que no se apilan manuscritos... Bueno, pero tú llamarías, dirías que, aunque hace siglos que no me ves, todavía quieres verme. Y yo te diría que bajo ya mismo, que voy donde estés, que no tengo nada que recoger en mi mesa ni en mi vida para ir a buscarte. Pero tú nunca llamarías, ¿verdad? No. Creo que tú jamás llamarías.