sábado, 25 de julio de 2015

Ficciones

Recorríamos Madrid como solemos hacerlo. Con cabriolas torpes, dando tumbos, sin pisar las líneas de los adoquines, de la mano. Llevábamos horas jugando a no ser nosotras, a ser dos desconocidas que se habían encontrado por casualidad. Ya no recuerdo qué hacíamos para perder el tiempo en Madrid, solas, una tarde cualquiera. Supongo que habíamos ido a buscar algo, o que, a lo mejor, nos -me- habíamos inventado una excusa para deambular por ahí después de clase. Uno de esos ratos breves que nos sacábamos de la manga, exasperantes, extasiantes y, al final, cargados de decepciones.

Llevábamos horas jugando a no ser nosotras. A ser dos desconocidas que se habían encontrado por casualidad. Era un ejercicio realista: nos contábamos nuestra vida y hablábamos de la otra en tercera persona, como si no pudiera escucharnos. El amor que sentíamos por esas terceras personas -que no eran más que tú y que yo- era real, pero había quedado en stand by por esa atracción sofocante que suscitaban nuestras nosotras desconocidas. Y cada una éramos dos, y nosotras dos no éramos nadie en una ciudad tan grande, y esa ciudad tan grande era un punto minúsculo en el devenir del universo.

Pero, durante esa tarde, todo el mundo giraba en torno a nosotras. Recuerdo tu mirada desafiante, y los rizos desbocados. Y recuerdo todas las palabras que usaste para intentar -volver- a robarme la mente. Recuerdo seguirte el juego, y pararnos en medio de la calle -nos perdimos muchas veces aquella tarde-, hasta que la angustia de pensar que más allá de ti y de mí, a un centímetro de nuestros labios, había otra tú a la que estaba fallando, aunque, incomprensiblemente fuese contigo. Y sé que es absurdo, pero no podía dejar de pensar en que la verdadera tú era ahora una inventada, y en mi cabeza no podía abandonar tu idea por esa nueva tú que hablaba mal de ti. 

Acabamos el paseo volviendo a ser nosotras, igualmente de la mano. No lo recuerdo, pero imagino que la decepción, después de la risa, los besos, los abrazos y el tiempo que huía; llegó al despedirnos en el metro, al alejarme de ti como si luchase contra un hilo invisible con el que nos habíamos estado enredando toda la tarde.



Supongo que pasó, pero lo he olvidado. Solo recuerdo la luz de la tarde, y la paz. Eres tormenta y lo que queda después de ti, siempre es paz. 

Y ganas de que vuelvas a estallar.