Llevábamos
horas jugando a no ser nosotras. A ser dos desconocidas que se habían
encontrado por casualidad. Era un ejercicio realista: nos contábamos
nuestra vida y hablábamos de la otra en tercera persona, como si no
pudiera escucharnos. El amor que sentíamos por esas terceras personas
-que no eran más que tú y que yo- era real, pero había quedado en stand by
por esa atracción sofocante que suscitaban nuestras nosotras
desconocidas. Y cada una éramos dos, y nosotras dos no éramos nadie en
una ciudad tan grande, y esa ciudad tan grande era un punto minúsculo en
el devenir del universo.
Pero,
durante esa tarde, todo el mundo giraba en torno a nosotras. Recuerdo
tu mirada desafiante, y los rizos desbocados. Y recuerdo todas las
palabras que usaste para intentar -volver- a robarme la mente. Recuerdo
seguirte el juego, y pararnos en medio de la calle -nos perdimos muchas
veces aquella tarde-, hasta que la angustia de pensar que más allá de ti
y de mí, a un centímetro de nuestros labios, había otra tú a la que
estaba fallando, aunque, incomprensiblemente fuese contigo. Y sé que es
absurdo, pero no podía dejar de pensar en que la verdadera tú era ahora
una inventada, y en mi cabeza no podía abandonar tu idea por esa nueva
tú que hablaba mal de ti.
Acabamos
el paseo volviendo a ser nosotras, igualmente de la mano. No lo
recuerdo, pero imagino que la decepción, después de la risa, los besos,
los abrazos y el tiempo que huía; llegó al despedirnos en el metro, al
alejarme de ti como si luchase contra un hilo invisible con el que nos
habíamos estado enredando toda la tarde.
Supongo
que pasó, pero lo he olvidado. Solo recuerdo la luz de la tarde, y la
paz. Eres tormenta y lo que queda después de ti, siempre es paz.
Y ganas de que vuelvas a estallar.
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