No cesaba el viento en su empeño por colarse a través de las celosías. El rugido de las olas podía oírse en toda la isla, y ya nadie podía dormir. Reinaba la inquietud allí donde reinara Ulises, y la tormenta parecía querer llevárselo todo consigo antes de deshacerse.
Pero qué se puede esperar de una isla, si no es que permanezca. Allí estaba Ítaca. Temblando, y sin moverse. Ya podían lamer las olas todas sus costas y arrastrar consigo pedacitos de arena; Ítaca, que fuera patria y presidio, hogar y amante, sancta sanctorum, vida y designio; hizo lo que había de hacer: recogerla. Guardarla como si fuese una perla ardiente en la palma de una mano. Y Penélope, por su parte, harta de tejer en vano, deshacía sin parar su eterno telar para darse cuenta de que las prisas no son buenas. Que es mejor empezar otra vez si el camino no conduce a ninguna parte... y que con lágrimas no se puede ver lo que se teje.
Ahí estaba Penélope, en medio de una tormenta, con los pies casi fuera de Ítaca y el corazón en un puño, quitándose como podía el absurdo telar que se le había ido enredando. Deshaciéndose de todo el lastre que ya ocupaba demasiado en una isla tan pequeña.
Así fue que, tras una noche oscura, llegó un amanecer tímido y confuso. Pero la nuit porte conseil, dicen, y Penélope lo comprendió todo de golpe. Entendió por qué Ítaca era su casa: porque creyó cuando era más fácil desaparecer en el mar Jónico y no dejar rastro. Porque hubiese sido más sencillo no cumplir aquel ''recuerda que huir significa ir a buscarte -aunque parezca que huya y vaya en dirección contraria-''. Hubiese sido más fácil salir corriendo, dejarme sola en mitad de la calle. Quizá te hubiese visto aún más bonita si te hubiese perdido. Pero cumpliste tu promesa (en un espacio y en un tiempo en el que a las palabras se las lleva el viento), y me elegiste rota, triste, salada y confusa; antes que a cualquiera que estuviese entero, alegre, y dulce. Porque te hubiese sido difícil encontrar a alguien que, aunque aturdido, siguiese creyendo en nosotras como yo lo hago, con una metáfora que tiene los mismos siglos que suspiros mi cama.
Y así Penélope volvió a Ítaca, e Ítaca se alegró de haber escogido a Penélope. Porque el contrastre con la oscuridad devuelve un brillo más intenso... Y a mí siempre me encantó el sol de Ítaca. Pero también moriría por su lluvia. Y espero que lo sepa.
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