Me gustaría poder presumir de haber(te) besado en todos los puentes de Venecia y Praga, pero solo puedo hacerlo de haber bañado mis labios con sal -y no con saliva- en casi todos los rincones de una ciudad que a veces no parece la mía.
Me gustaría decir que pertenezco a un siglo que no es este, donde se evoca a las princesas con la mente y se juega a ser caballero de levita y sombrero. Brotar cada mañana de una novela de Stevenson y perder a las cartas en el club de los suicidas.
Me gustaría volverme mariposa, de aquellas que escribía cuando creía en los subterfugios decimonónicos y en la verborrea modernista. Me gustaría llorar y escribir a partes iguales, es decir, escribir tanto como lloro, y poniendo tantas ganas en ello como cuando sollozo, en bocanadas cortas, y apenas sin aire, diciendo lo que mi cabeza intenta ignorar cuando mi corazón grita.
Me gustaría soñar como si los sueños nunca se truncasen igual que esa Margarita de Rubén Darío; como si Rimbaud me estuviese esperando en algún París del mundo (porque todas las ventanas destartaladas hablan de París entre susurros). Quisiera soñar, y sin olvidar nunca a Wilde y a sus pesadillas, que también son sueños, aprender a ver la belleza en todo lo tétrico que me envuelve, como hizo Baudelaire con sus flores. Y entender, entonces, que los ángeles solo existen porque existen los demonios, o viceversa. Que todo tiene un lado amargo y uno dulce, que la vida avanza porque existe la dialéctica de Hegel: que una tesis y su antítesis, dan lugar a una síntesis y así, hasta que pase ese algo que nunca sucede.
Quiero convertirme en aire, en lluvia, en golondrina. Morir como el ruiseñor, tiñendo una rosa, en un vano intento de inmolarse por eso que llamamos amor.
Quiero deshacerme en un beso, de esos que solo tú has sabido darme. De esos que purgan el alma, y exorcizar mis demonios con las notas vibrantes de tu saliva.
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