Yo fui una de esas. De esas que dieron su vida por arreglar algo imposible. Fallé y ahora veo cómo acaba mi vida sin haberlo logrado...
Al principio hubo un él. Un él que me arregló, o más bien, que unió todas las piezas desperdigadas que había en mí, pero que se soltaron en cuanto salió corriendo. Aprendí a recogerlas, a guardarme a mí misma. A arreglarme. A arreglármelas. Me creía invencible. Con toda esa inteligencia emocional siendo destilada por mis poros. Con las ideas bien claras y el moño bien puesto.
Después llegó ella. La arreglé entera. La cogí rota, descosida, desinflada y la llené con todo lo que tenía. Sin darme cuenta de que esa energía que proyecté en ella nunca fue restablecida. Que dejé de quererme a mí para quererla a ella. Que le dí todo lo que creía que no necesitaba y ella se lo quedó para siempre, junto con el corazón que no sé si tuve. Y así fue como me perdí a mí misma. Olvidándome de cómo se arreglaba uno mismo.
Cómo podría haber arreglado al otro él. A ese al que salvaba en sueños. A ese que estaba tan roto que hubiera acabado conmigo aunque hubiera estado en mi mejor momento. Habría dado todo lo que quedaba de mí por verle sonreír. Por notar ese olor de nuevo. Por volver a tenerlo cerca. Hubiera vaciado todo lo que me quedaba por llenarle. Por enseñarle cómo se es feliz estando solo. Por hacerle llorar con los atardeceres y las películas tristes. Por transmitirle mi empatía y mi gusto por las cosas banales, por el mundo, por la vida, por sus ojos.
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Supongo que ahora es tarde. Que ya me he perdido para siempre... que ya estoy rota.