Wait, let me in. I want to show you the shape I'm in.
Me costó varios siglos dar con esta forma, pero al fin la encontré. No fue fácil, al principio, pero poco a poco aprendí a habitar este continente. Conseguí aclimatarme al frío de esta casa apagada, a acostumbrarme al vacío de esta cáscara que me contiene.
Es una existencia sencilla, sin grandes sobresaltos. He vivido demasiado y, aun así, me da miedo la muerte. Por eso sigo en este mundo al que nunca debí llegar. Pero del que no puedo marcharme. Aún no.
En mi primera existencia cometí un error que no tenía arreglo. En la segunda decidí que no podrían existir los errores si yo ponía las reglas. La seducción es muy divertida, los primeros trescientos años. Después la cosa decae. Al final las pieles acaban siendo iguales, el calor efímero, el compás del corazón humano siempre idéntico... Por no hablar de que se acaban las sorpresas cuando conoces el final de cada historia.
Después me aburrí. Se acabaron las fiestas y las sedas, Venecia, y Long Island. Todo me aburría. Pasaban los siglos y los humanos seguían siendo los mismos. Así que al final me entregué a lo único que me daba consuelo: los libros. Renuncié al calor de los seres con los que compartía universo y que se habían convertido en algo insignificante, como hormigas bajo mis pies. Me dediqué a coleccionar, a recabar historias, a atesorar ejemplares únicos, perdidos, especiales.
La conocí en una época en la que mis sentidos llevaban siglos dormidos. Como os decía, había aprendido a encerrar en lo más profundo de mi cuerpo todas las reacciones que aún podía sentir. Pero seguían dentro de mí.
Había otras como yo. De vez en cuando confluíamos en algún siglo de alguna ciudad. Intercambiábamos opiniones sobre las últimas décadas. Conquistas. Libros. Los seres inmortales tenemos opiniones muy formadas sobre la literatura. Viene de serie.
Una de mis amigas daba una fiesta en Madrid. Hacía un par de décadas que no pisaba la ciudad, pero aún la recordaba. La invitación prometía un baile de máscaras. Bufé en cuanto lo vi. Habíamos sido las reinas del carnaval -y de las páginas de sucesos- de todas las grandes ciudades de Europa. Pero uno se acaba poniendo nostálgico con la edad, es normal. Así que accedí a ir al dichoso sitio por no hacerle el feo. Uno tiene que cuidar a las pocas personas que sobrevivirán a todos los que respiran a nuestro alrededor. La eternidad se hace larga si no.
Era una noche de finales de verano, cálida aún, como todo septiembre en Madrid. La ciudad sostenía su habitual tumulto, pero dentro de la gruta donde tenía lugar la fiesta el ruido era ensordecedor. Guitarras y otros instrumentos estridentes llenaban todo el ambiente, bañado además por luces de neón rojas y violetas. Alguien sabía cómo dar una buena fiesta, pero no lo había puesto en práctica.
Intenté pasarlo bien, después de todo había recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Y una amiga no cumple cuatro siglos todos los días.
-¡Por los viejos tiempos!- me gritó la anfitriona mientras me guiñaba un ojo y se alejaba con un brazo colgando a cada lado de un chico a punto de morir de amor. Literalmente.
Así que cerré los ojos, y empecé a respirar. Como no había hecho en años. A buscar un rastro en el ambiente, algo. Y lo encontré. Podría haber llegado hasta ella con los ojos cerrados. Sorteando los cuerpos entrelazados del local. Evitando las copas desperdigadas por el suelo. Podría haber destrozado cada uno de los muebles que nos separaban, pero no haría falta. Abrí los ojos y supe que me estaba mirando. Así que sonreí. Y caminé hacia ella.
Estaba parada en medio de la sala. Hacía rato que no escuchaba la música ni las conversaciones de sus amigos. Toda su atención estaba puesta en mí. No me extraña. Mi corsé tenía más de un siglo pero seguía estupendo. Ella también llevaba corsé, uno muy bonito, por cierto. Se lo quise hacer saber, así que puse una mano en uno de sus hombros, y me acerqué lentamente a su oído. Podía notar la temperatura exacta de su piel, los cinco tonos de rojo que destacaban en sus mejillas y la velocidad a la que latía su pulso. Pero no contaba con que yo también me iba a electrificar con ese contacto. Toda yo era eléctrica, y la luz de neón que recorría la sala era la prolongación de esa electricidad que había impregnado todo el ambiente.
Y sentía mi poder en toda su magnitud, sus ojos cargados de deseo y quizás algo de miedo -aunque no a mí-. Era yo quien iba a ejecutar el siguiente movimiento y creía tenerlo todo bajo control, pero esta vez era distinto. Porque yo me sabía lejana, indiferente y poderosa, pero estaba en realidad completamente sometida a su mirada. Y aunque hubiera querido separarme de ella en ese mismo instante, dar un paso atrás, toda esa carga estática me hubiera hecho quedarme en el sitio.
Mi mano seguía en su hombro, así que deslicé los dedos por su cuello hasta sostener su mejilla con mi mano. Acerqué mis labios a los suyos y sentí cómo la corriente nos atravesaba y fluía entre nosotras, y me ardían las muñecas, y me quemaban las piernas, y me recorría de pies a cabeza un cosquilleo que erizaba todos los poros de mi piel.
Y se apagó la música. Y se oyó un grito, y después otro. Y de fondo se oían sirenas. Así que agarré su mano y caminamos hacia la noche mientras todo se desmoronaba a nuestras espaldas.