domingo, 18 de noviembre de 2018

Eat me.

La luz era naranja, mi color de luz favorito. Todo estaba envuelto por una sensación de calidez, que contrastaba con el frío que se colaba a través de los cristales. El fuego comenzó a arder desde dentro, desde lo más profundo de mi interior. Y, poco a poco, se fue extendiendo al resto de mi cuerpo. Se instaló en mis extremidades mientras dejaba la mirada perdida en el techo. Pero hasta que no cerré los ojos no lo vi.

Toda aquella luz, todo ese calor que rezumaba mi cuerpo, procedía de un lugar de mi mente en el que yo era como una casa con las luces encendidas. La podía ver desde fuera, desde un bosque en pleno invierno, o desde una calle brillante por el frío. Y lo importante de esa casa, de mi cuerpo, es que era habitable. Era un refugio, era un remanso de paz en medio de ese frío que lo envolvía todo más allá de mí. Y yo sabía, con la certeza absoluta que me acompañó durante aquel viaje, que había un hueco en esa casa, mi cuerpo, que llevaba tu nombre. Una habitación situada encima de mi pecho que se había construido por y para que tú colocases en ella tus mejillas cálidas. Para que reposases tu cabeza en la curva de mis pechos y yo te envolviera con mis brazos protectores. Tenía la certeza de que yo era cómoda, de que ibas a estar bien ahí. La convicción de que tú querías estar ahí, dejándote arrullar por el calor y la luz que lo bañaban todo.

Recuerdo que era buena. Era más buena de lo que quizás seré nunca. A esa casa de luz vinieron a visitarme algunos rostros, ya borrosos. Y los alejé con una sonrisa. No podían traspasar la frontera de mi refugio. Y estaba bien así. Esos rostros tenían su propio espacio, a años luz del mío, y así era como debía ser. Y no había rencores, y sabía que serían felices, pero eso no perturbaba ni un ápice la calidez de mi casa, mi cuerpo. Era sencillo, era lógico: había cosas que pertenecían a mi dimensión, y cosas que no. Y yo era tan magnánima, tan absoluta, que, con solo una sonrisa, siendo buena, era capaz de guiar a los demonios de vuelta a su casa, que no era ya mi cuerpo.

Y la música. La música sonaba en multitud de tonalidades diferentes, y tenía color dentro de mi cabeza. Y yo me dejaba arrullar, y sentía el movimiento de las notas en mi cuerpo. Iba por un camino, que era una carretera, un carril, una pista, según el momento. Iba hacia delante, iba hacia detrás, pero nunca dejaba de rodar. Y entonces oía solo algunas notas, o entendía otros sonidos que nunca antes había escuchado de las mismas canciones que siempre suenan en mis oídos. Y el mundo adquiría un nuevo significado. Recuerdo que lloré, porque todo era bello, porque todo era real, porque todo tenía sentido.



Y cuando nos fuimos, cuando abrimos los ojos, dejamos atrás aquella casa, que había sido mi cuerpo durante horas. Mientras pedaleábamos en medio de las miles de luces que ya no eran mi luz naranja, mientras el paisaje que dejábamos atrás se emborronaba y esas luces iban dejando su estela en nuestras pupilas; una certeza seguía aún resonando en mis oídos. Mi cuerpo estaba abierto para ti, seguía queriendo que lo habitases. Y sabía de sobra que, mientras tú estuvieses cómoda en él, en esa casa, mi cuerpo, tú ibas a ser mi única huésped.