Me contó que se llamaba Emma y que era francesa, su apellido me sonó muy pintoresco. Su marido había sido médico y ella le había acompañado a España cuando se mudaron por cuestiones de trabajo. Él había fallecido hacía unos años y ahora estaba sola, porque, según ella, Dios nunca le había otorgado el regalo que siempre soñó: una preciosa niña. A pesar de su aparente soledad no parecía triste. Los libros la llenaban, prefería sentarse horas al sol a jugar a las cartas con los demás ancianos. A pesar de los surcos de su rostro se podían entrever las facciones que la habían hecho hermosa en su juventud.
El día que no la encontré en su banco favorito del jardín, subí a su habitación. Las auxiliares lo habían recogido todo, solo quedaba un libro en su mesilla que me llevé antes de que lo tirasen. Fui a preguntar a las oficinas, por si, a pesar de lo que me había dicho, aún le quedaba alguien a quien pudiésemos notificarle su muerte. Allí me dijeron que no había fallecido ninguna Emma aquella noche, solo lo había hecho una anciana de nombre distinto. Me fui desconcertado y entonces miré el libro que traía en la mano. Madame Bovary. La que había sido mi amiga aquellos meses no se llamaba Emma, seguramente su marido, si tuvo, no había sido médico. Se había creído Emma Bovary, y se había inventado una vida para olvidarse de la suya. Nunca estaba triste porque ya no estaba allí.
Escrito para el taller de escritura de la universidad.