-Mamá, este finde no voy a ir, tengo mucho que estudiar y estoy muy agobiada...-se oye algún que otro balbuceo al otro lado del teléfono como respuesta pero realmente ya no está escuchando. Cuelga el auricular y éste sería el momento perfecto para dar una calada a un cigarrillo, si fumase. El no fumar, estéticamente, a veces, es una pena. Quedaría muy dramático. Pero... hay tantas cosas que son una pena. Como el tener esa clase de relación con su madre. También quedaría muy estético y modernista eso de imaginarse hablando con su futuro hijo. Y pensar en las cosas que haría y en los errores que intentaría evitar, pero hasta en ese pensamiento, íntimo y privado, se cuela la voz de su madre acusándola de creerse mejor de lo que en realidad es. Con ese retintín que exclama la inteligencia de la que supuestamente hace acopio y que usa como patente de corso para hacer lo que le dé la gana. Esa fue graciosa. Si es que existe ya algo gracioso en todo esto asunto. Patente de corso para hacer lo que me dé la gana. Si de verdad la tuviera... sí, claro, no estaría en casa, ni pisaría por ella. Pero eso es superficial. Si de verdad la tuviera hubiera cambiado otras cosas, cosas que vienen de antes. Soy una persona cambiante, lo sé, lo sabemos. Pero nunca hubiese renunciado a cosas porque a otros les parecieran estúpidas. Nunca hubiese ocultado mis sueños, ni mis ilusiones. No me hubiese vuelto un autómata cuyo único propósito era sacar buenas notas, para tener una oportunidad más grande de salir de aquí.
No tengo ni idea de psicoanálisis, pero cada vez veo más cómo en cada objeto o ideal que había tomado como símbolo, me había encargado de grabar la palabra 'libertad'. Berta lleva libertad o libertad lleva Berta, no lo sé. El caso es que estoy hundida. Y que ya no hay eufemismo que me ayude a enmascararlo. Que solo me encuentro en Ítaca y que hasta esos viajes tienen que ser furtivos, porque mi madre no los ve bien. Me he perdido. Me he olvidado. No sé si he existido.
Estoy hundida, y creo que eso, aunque solo sea un ratito, me da derecho a ser egoísta. Y me da derecho a decir en voz alta, o en voz muy bajita a través de esta pantalla, que algún día -puede ser- que los críticos literarios vean que mis textos destilan esta carencia afectiva materna a través de no sé qué personaje mío, alegoría de lo que soy, de lo que nunca has sido y de lo que, cada vez veo más lejos, que alguna vez seamos.