sábado, 18 de mayo de 2013

En Ítaca también llueve.

Dicen que nunca llueve a gusto de todos, y es verdad. Ahora llueve ahí fuera, y no me gusta. No a estas alturas. Habría podido acostumbrarme a esa primavera que huye, a ese sol que recela entre las nubes y se acaba escondiendo... 

Con esto no quiero decir que no me guste la lluvia. Me encanta la lluvia. De hecho, ojalá lloviese en Ítaca todos los días. Me encanta el olor a tierra mojada, y la lluvia que corre por las calles de la isla cuando llueve. Y el sonido de las gotas al chocar contra todo lo que se pone por delante de mi isla. Me gusta cuando la lluvia parece que suspira, que cae con tonalidades, con cadencias rítmicas. Que diptonga sílabas e inventa interjecciones para llover tranquila y a su manera.

 Me gusta cuando llueve en Ítaca porque la lluvia limpia. Porque la lluvia es vida, porque el agua es un arjé y porque Dios está en la lluvia. Y me encuentro demiurgos cada vez que paseo por Ítaca llovida, y se resuelve el paraíso en la cadera de esta isla que gotea, y que arrastra consigo todo lo que me preocupa. Porque la lluvia limpia y repara. Se cuela por los resquicios de las grietas que deja el invierno y se convierte en preámbulo de la primavera.
Cuando llueve en Ítaca, se para el tiempo. Tengo que dejar cualquier otra cosa que esté haciendo para ver cómo llueve. Para no perderme ni un solo segundo del baile entre la lluvia y la tierra cuando entran en contacto. Cuando la lluvia altera la quietud de la tierra -que, aunque suela estar tranquila, a veces tiembla justo antes del impacto de lluvia-.

Además, es curioso, porque en Ítaca nunca llueve de la misma manera. A veces llueve despacio, y otras veces caen tormentas. A veces la lluvia de Ítaca desata la furia entre las olas, y el mar se embravece y se preparan tempestades en las almas de los que vivimos allí; pero otras veces, sin embargo, la lluvia cae tan despacio que parece que podría prolongarse cien años sin cansarse. 



Ojalá lloviese esta noche en Ítaca. Muy despacio y muy flojito, sin despertar a nadie. Llenándolo todo sin que nadie se percate, volcándose dentro, inundándolo todo. Ojalá lloviese una noche que durase cien años sin cansarse.