Con esto no quiero decir que no me guste la lluvia. Me encanta la lluvia. De hecho, ojalá lloviese en Ítaca todos los días. Me encanta el olor a tierra mojada, y la lluvia que corre por las calles de la isla cuando llueve. Y el sonido de las gotas al chocar contra todo lo que se pone por delante de mi isla. Me gusta cuando la lluvia parece que suspira, que cae con tonalidades, con cadencias rítmicas. Que diptonga sílabas e inventa interjecciones para llover tranquila y a su manera.
Cuando llueve en Ítaca, se para el tiempo. Tengo que dejar cualquier otra cosa que esté haciendo para ver cómo llueve. Para no perderme ni un solo segundo del baile entre la lluvia y la tierra cuando entran en contacto. Cuando la lluvia altera la quietud de la tierra -que, aunque suela estar tranquila, a veces tiembla justo antes del impacto de lluvia-.
Además, es curioso, porque en Ítaca nunca llueve de la misma manera. A veces llueve despacio, y otras veces caen tormentas. A veces la lluvia de Ítaca desata la furia entre las olas, y el mar se embravece y se preparan tempestades en las almas de los que vivimos allí; pero otras veces, sin embargo, la lluvia cae tan despacio que parece que podría prolongarse cien años sin cansarse.